Por Brais Romero Suárez
Cuando pensamos en la sociedad estadounidense, nuestro bagaje cultural nos lleva a pensar en la vida en apartamentos en grandes bloques de edificios. Pensamos así porque, culturalmente, tenemos grabada en la retina tantas comedias románticas como el cine y la televisión nos quisieron dar. Sin embargo, la realidad es otra, una suerte de mayoría silenciosa que definiría Nixon. La vida en los suburbios acontece no en grandes apartamentos sino en casas individuales, escondidas tras la clásica white fence. Pero no estamos aquí para hablar del american way of life, sino de todo lo contrario: una serie de vidas desestructuradas, rotas en una individualidad provocada por la constante y humana necesidad de tener lo que no poseemos; en definitiva, estamos hablando del cine de Todd Solondz.
Si hay una constante en su filmografía es el interés por retratar el sufrimiento. La fe judía entiende el sufrimiento como una prueba de Dios para medir nuestra fe, nuestra confianza en ese plan prediseñado; sin embargo, para Solondz el sufrimiento es un producto totalmente humano. Son nuestras acciones, y no el plan de ningún ser superior, lo que pondrá sobre nosotros esas losas de dolor que decidimos cargar. Aunque evidentemente vinculado a la fe judía, el acercamiento de Solondz es más agnóstico que fervoroso, por eso estamos ante filmes que no dan redención: donde normalmente el deus ex machina que llamamos tercer acto irrumpe para dejar un buen gusto, aquí es reemplazado por el vacío de la continuidad. Porque en la vida, como en el cine de Solondz, no existe una mano todopoderosa que escribe finales bonitos.
Sin embargo, la visión de Todd Solondz no es deprimente, sino resignada. La aceptación de una vida que, por mucho que intentemos reconducir, está fuera de nuestro control y en manos de diferentes estructuras superiores al ser humano. Una de estas estructuras es la familia, centro de capital importancia en la filmografía del director de New Jersey. La familia es el núcleo de la vida, el punto mínimo de partida para una identidad cuya construcción viene dada, en muchas ocasiones, por las relaciones personales que forjan nuestro carácter, o por la genética que nos hace heredar los vicios y los pecados paternos. La rebeldía contra las figuras progenitoras se ve aquí sustituida por un temor a repetir aquello de “el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Una repetición que va desde la inocente herencia del negocio familiar a comportamientos despreciables como la pedofilia o el abuso.
En una escena de Happiness, un hijo llora porque su padre pedófilo solo quiere masturbarse mirándole; en Storytelling, la confesión de una violación por parte de una víctima es tildada de mala ficción; en Welcome to the Dollhouse una adolescente se cita a las tres de la tarde para ser violada. El sexo es otra de las columnas que soportan la filmografía de Solondz. Hablamos de una acción totalmente desposeída de placer que queda solo reducida a una pulsión absolutamente animal donde toda moral o ley es olvidada. En su cine, el sexo es la cara más oscura del ser humano, donde el cerebro abandona todo raciocinio para entregarse al más peligroso hedonismo. Una búsqueda del placer donde no se hacen prisioneros y donde se toma lo que se quiere sin pensar en las consecuencias.
Sufrimiento, familia y sexo. Tres pilares sobre los que Todd Solondz construye un cine donde no hay redención. Donde los personajes tienen que asumir las consecuencias de una vida a los márgenes de la sociedad… No, el cine de Solondz no es un paseo de rosas donde las vidas que se esconden tras las amables vallas blancas son perfectas; el suyo es un cine incómodo, que nos recuerda que no estamos tan lejos de ser animales y que, de hecho, aun hoy en día estos comportamientos están presentes en nuestra sociedad. El cineasta no juzga: cuenta una historia por horrible que esta sea, como queriéndonos advertir que no hay tanta diferencia entre nosotros, que formamos parte de la sociedad, y aquellos que se sitúan fuera de la misma.